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Mapeo cognitivo*

Fredric Jameson

Traducción: Sebastián León; introducción y revisión: Mijail Mitrovic

Mapeo cognitivo: una introducción

La charla aquí presentada fue ofrecida por Fredric Jameson (Cleveland, 1934) en un enorme evento organizado por la Unit for Criticism and Interpretive Theory de la Universidad de Illinois Urbana-Champaign en el verano boreal de 1983, publicada recién en 1988. En múltiples ocasiones se ha señalado que el mapeo cognitivo es uno de los aportes fundamentales de Jameson a la crítica marxista de la cultura y al debate estético contemporáneo. Se trata de un concepto poco definido, sin tratamiento sistemático a lo largo de su obra, pero que justamente por ello habilita un amplio margen de acción para la práctica artística, el debate filosófico y el análisis crítico.

Tras la publicación de Cartographies of the Absolute (Zero Books, 2015) de Alberto Toscano y Jeff Kinkle, el concepto de mapeo cognitivo parece entrar en una nueva etapa de su existencia, no ya como una especulación sobre la necesidad de una nueva estética llamada a superar la brecha entre nuestra experiencia individual y la totalidad global del capital -como lo planteara originalmente Jameson-, sino como un campo de problemas por derecho propio, explorado implícita o explícitamente en prácticas diversas como el arte, la literatura, el cine, el periodismo y la propia crítica. A contracorriente de los análisis a los que nos ha acostumbrado la crítica posmoderna, el mapeo cognitivo implica siempre un acto de totalización, rechazado por quienes creen ver en ello un violento reduccionismo economicista, y defendido por quienes creemos, al contrario, que solo de ese modo es posible (intentar) captar dialécticamente la complejidad real de la experiencia tal como se articula globalmente hoy en día. Sin embargo, cuando Jameson lo formuló hace casi cuatro décadas, el mapeo cognitivo aparecía como una salida aún hipotética ante ciertos impases que encontraba en la política socialista y su devenir posmoderno (como queda ilustrado en la discusión posterior a su charla).

No se trata de una epifanía jamesoniana, sino de un genuino proceso de reformulación de varios debates al interior del marxismo occidental -en particular, aquel relativo a la conciencia de clase abierto por Georg Lukács en Historia y conciencia de clase (1923)-. Glosando el viejo debate entre Lukács y Brecht que opone realismo y modernismo, a fines de los 70 Jameson sostuvo que la cosificación “es una enfermedad de esa función de mapeo por medio de la cual el sujeto individual proyecta y modela su inserción en la colectividad. La cosificación en el capitalismo tardío -la transformación de las relaciones humanas en la apariencia de relaciones entre cosas- vuelve opaca a la sociedad: es la fuente vivida de las mistificaciones sobre las que se basa la ideología y por medio de las que se legitiman la dominación y la explotación”.[1] Los contornos del argumento del mapeo cognitivo ya estaban delineados años antes, pero para situar la charla en su coyuntura es clave anotar que, en 1983, Jameson se encuentra en plena reflexión sobre el destino de la llamada “sociedad de consumo” y su tensa relación con el modernismo, que al año siguiente desplegará en su conocido ensayo “El posmodernismo o la lógica cultural del capitalismo avanzado” (publicado en New Left Review). Al mismo tiempo, “Periodizar los 60” era todavía un manuscrito que circulaba entre colegas -como se deja ver en el libro que recoge el evento en cuestión-, y será también publicado en 1984 en la revista Social Text, aunque ha recibido menos atención en décadas recientes.

La triangulación de los textos permite comprender qué es lo que Jameson traía entre manos en esa primera mitad de los 80: de un lado, procesar la herencia teórico-política de los 60 -aquel tiempo de liberación de energías sociales que renovaron la política a escala planetaria- tal como lo reclamaba su contención o derrota a inicios de los 80; de otro lado, rastrear las tendencias visibles en la cultura propia del capitalismo avanzado tal como se manifestaban en Estados Unidos -cuyo imperialismo siempre ha operado a nivel cultural, además de económico-político- y amenazaba con una nueva oleada de “americanización” de la vida en el Tercer Mundo, como se hizo patente en los 90. Esta reflexión, desde luego, reclamaba un balance del modernismo como ideología estética propia de una etapa previa del capitalismo, que podemos rastrear en la compilación de ensayos que van desde 1979 al 2005 en The Modernist Papers (Verso, 2007). Entonces, “Periodizar” y “El posmodernismo” se ocupan de ambas tareas, y de hecho comparten más de un pasaje textual, pero el segundo ensayo es el que incorpora, hacia el final, el problema del mapeo cognitivo adelantado un año antes en la charla.




En “Mapeo cognitivo” se trata de imaginar una salida a los impases político-culturales que Jameson no puede no intentar formular, tras abundar en la ambivalencia propia de la postura dialéctica que toma ante la cultura posmoderna -que le ha costado caro, pues se le viene leyendo como apologeta y no como su principal crítico dialéctico-; y, sobre todo, después de plantear que esas energías renovadoras de los 60 están básicamente agotadas dos décadas después, si no del todo muertas. A sus ojos, la política en el Primer Mundo queda cancelada con la llegada del neoliberalismo (aunque no emplea el término) y la cultura posmoderna parece aún un espacio dinámico, aunque orientado a sublimar las energías de transformación social que permanecen bloqueadas a nivel político. Frente a ese diagnóstico, entonces, el mapeo cognitivo aparece como una estética posible y necesaria, pero ante todo como un deseo formulado contra el eclipse de la historia hacia el que avanzaba ciegamente el posmodernismo. Pues, finalmente, el deseo de mapear la situación propia y compartida se plantea no como una novedad ciega ante la historia, sino como una forma de dar nueva vida y prolongar dialécticamente las herencias del debate realismo-modernismo, para repensarlas de cara a la nueva situación global que el capital ha configurado, como sabemos hoy, en todo el mundo.

Mapeo Cognitivo Fredric Jameson


Me aproximo a un tema del que no sé nada en absoluto, excepto por el hecho de que no existe. La descripción de una nueva estética, o el reclamo de esta, o su predicción, son cosas generalmente hechas por artistas practicantes cuyos manifiestos articulan la originalidad que esperan de sus propios trabajos, o por críticos que piensan que ya tienen delante de sus ojos la agitación y emergencia de lo radicalmente nuevo. Desafortunadamente, no puedo reclamar para mí ninguna de esas posiciones, y como ni siquiera estoy seguro de cómo imaginar la clase de arte que quiero proponer aquí, y menos aún afirmar su posibilidad, bien se podría preguntar qué clase de operación será esta, producir el concepto de algo que no podemos imaginar.


Quizá todo esto sea un tipo de ceguera en la que en realidad algo distinto estará en juego. Al defender una estética del mapeo cognitivo, me he encontrado a mí mismo obligado a trazar un desvío sustancial a través de los grandes temas y shibboleths del post-marxismo, de tal modo que al menos para mí parezca posible que esta estética sea más que un pretexto para debatir esos asuntos teóricos y políticos. Así sea. De cualquier manera, durante esta conferencia marxista he tenido frecuentemente la sensación de que soy uno de los pocos marxistas que quedan. Entiendo que tengo cierta responsabilidad de reafirmar lo que, me parece, son algunas verdades autoevidentes, pero que puede que ustedes vean como pintorescos remanentes de una forma de creencia religiosa, milenarista y mesiánica.


En cualquier caso, quiero prevenir la malinterpretación de que la estética que pretendo delinear busca desplazar o reemplazar a todo otro rango, ya existente o posible y concebible, de estéticas de diferente tipo. El arte siempre ha hecho una gran variedad de cosas, y ha tenido muchas funciones distintas e inconmensurables: dejémoslo seguir haciendo todo aquello -que lo hará de todos modos, inclusive en la Utopía. Pero el propio pluralismo de lo estético sugiere que no hay nada particularmente represivo en el intento de recordarnos y resucitar experimentalmente una función tradicional de la estética que en nuestro tiempo ha sido particularmente descuidada y marginalizada, sino completamente vetada.


“Enseñar, conmover, deleitar”: de estas formulaciones tradicionales de los usos de la obra de arte, la primera ha sido virtualmente eclipsada de la crítica y la teoría contemporáneas. No obstante, la función pedagógica de la obra de arte parece haber sido de varias maneras un parámetro inescapable de toda estética marxista concebible, si no de muchas otras; y el gran mérito histórico del trabajo de Darko Suvin es haber insistido constantemente en una formulación más contemporánea del valor estético, bajo el sugerente eslogan de lo cognitivo, que he hecho mío hoy en día. Detrás del trabajo de Suvin, por supuesto, se alza el inmenso, aunque hoy parcialmente institucionalizado y reificado, ejemplo del propio Brecht, a quien cualquier estética cognitiva de nuestro tiempo necesariamente debe rendir homenaje. Y quizá ya no sea el teatro sino la poesía de Brecht la que para nosotros sea la demostración irrefutable de que el arte cognitivo no necesita despertar ninguno de los viejos miedos sobre la contaminación de la estética por la propaganda ni de la instrumentalización de la actividad y la producción culturales por el mensaje o el impulso (básicamente práctico) extraestético. La de Brecht es una poesía del pensamiento y la reflexión; sin embargo, nadie que haya quedado maravillado por la densidad escultural del lenguaje de Brecht, por la directa simplicidad con la que en su obra una distancia contemplativa respecto de los sucesos históricos se condensa poderosamente en las viejas formas de la sabiduría popular y el proverbio, en palabras tan compactas como las cucharas y platos de madera de los campesinos, podrá ya cuestionar la afirmación de que, al menos en su poesía, tan excepcional en la historia de la cultura contemporánea, lo cognitivo se convierte en y por sí mismo en la fuente inmediata de un profundo goce estético.


Menciono a Brecht para prevenir un segundo malentendido, de que lo que se tratará aquí será en algún sentido el retorno a alguna estética anterior, incluso a la de Brecht. Y quizá este sea el momento de advertirles que tiendo a usar la cargada palabra “representación” de una manera distinta a cómo ha sido usada en la teoría posestructuralista o posmarxista: esto es, como sinónimo de algún malo, ideológico y orgánico realismo o de la ilusión de la unificación realista. Para mí, la “representación” es, más bien, sinónimo de la “figuración” misma, más allá de la forma histórica e ideológica de esta última. Asumo, entonces, en lo que sigue, que todas las formas de producción estética consisten de una u otra manera en una lucha contra o a favor de la representación -ya sean las ilusiones perspectivistas o trampantojistas [trompe l’oeil] o los modernismos más reflexivos y diacríticos, iconoclastas o destructivos de la forma [form-breaking]. Así, al menos en mi lenguaje, la llamada a nuevas formas de representación no busca sugerir un retorno a Balzac o a Brecht; ni se pretende que sea una valoración del contenido sobre la forma -otra forma arcaica de distinción que todavía siento que es indispensable y sobre la que tendré más que decir en un momento-.


En el proyecto del análisis espacial de la cultura que he tratado de bosquejar para el instituto de enseñanza que precedió a esta conferencia, he tratado de sugerir que cada una de las tres etapas históricas del capital ha generado un tipo de espacio único para sí mismo, incluso si cada una de estas tres etapas del espacio capitalista están mucho más profundamente interrelacionadas de lo que están los espacios de otros modos de producción. Los tres tipos de espacio que tengo en mente son todos resultado de las expansiones discontinuas o saltos cuánticos en la ampliación del capital, en la penetración y colonización por parte de este último de áreas hasta entonces no mercantilizadas. Por tanto, notarán de pasada que se presupone aquí una cierta fuerza unificadora y totalizante -aunque no se trata del Espíritu Absoluto hegeliano, ni del partido, ni de Stalin, sino simplemente del capital mismo; y es por la fuerza de tal creencia que un amigo mío, jesuita radical, me acusó públicamente de monoteísmo. Al menos es seguro que la noción de capital se sostiene o se derrumba con la noción de una cierta lógica unificada de este sistema social mismo, es decir, en el lenguaje estigmatizado al que volveré después, que los dos son conceptos irrevocablemente totalizantes.





He tratado de describir el primer tipo de espacio del capitalismo clásico o mercantil en términos de una retícula [grid], una reorganización de un espacio sagrado más viejo y heterogéneo, en una homogeneidad geométrica y cartesiana, un espacio de equivalencia infinita y extensión del cual pueden encontrar una suerte de esquematización emblemática o dramática en el libro de Foucault sobre las prisiones. El ejemplo, sin embargo, requiere la advertencia de que una visión marxiana de tal espacio lo ancla en la taylorización y el proceso de trabajo antes que en la elusiva y mítica entidad que Foucault llamaba “poder”. El surgimiento de este tipo de espacio probablemente no involucra problemas de figuración tan agudos como aquellos a los que nos enfrentaremos en etapas posteriores del capitalismo, ya que aquí, por el momento, presenciamos ese proceso familiar asociado generalmente con la Ilustración, esto es, la desacralización del mundo, la decodificación y secularización de formas más antiguas de lo sagrado o lo trascendente, la lenta colonización del valor de uso por el valor de cambio, la desmitificación “realista” de otras formas de narrativa trascendente en novelas como Don Quijote, la estandarización tanto del sujeto como del objeto, la desnaturalización del deseo y su eventual desplazamiento por la mercantilización o, en otras palabras, por el “éxito”, etcétera.


Los problemas de la figuración que nos conciernen solo se harán visibles en la siguiente etapa, el paso del capitalismo mercantil al capitalismo monopolista, o lo que Lenin llamaba la “fase imperialista”; y pueden expresarse en términos de una creciente contradicción entre la experiencia vivida y la estructura, o entre la descripción fenomenológica de la vida de un individuo y un modelo más propiamente estructural de las condiciones de existencia de esa experiencia. Rápidamente podemos decir que, mientras que en las sociedades más antiguas y quizá incluso en las etapas tempranas del capitalismo mercantil, la experiencia inmediata y limitada de los individuos aún es capaz de abarcar y coincidir con la verdadera forma económica y social que rige esa experiencia, en el siguiente momento estos dos niveles se van alejando cada vez más el uno del otro, y realmente comienzan a constituirse en la oposición que la dialéctica clásica describe como Wesen y Erscheinung, esencia y apariencia, estructura y experiencia vivida.


En este punto la experiencia fenomenológica del sujeto individual -que tradicionalmente ha sido la materia prima suprema del trabajo artístico- se convierte en un rincón diminuto del mundo social, la vista de una cámara fijada en un cierto sector de Londres o del campo o lo que sea. Pero la verdad de esa experiencia ya no coincide con el lugar en el que tiene lugar. La verdad de esa limitada experiencia cotidiana en Londres yace, en realidad, en la India o Jamaica o Hong Kong; está atada a todo el sistema colonial del Imperio Británico que determina la cualidad misma de la vida subjetiva del individuo. Sin embargo, esas coordenadas estructurales ya no son accesibles a la experiencia vivida inmediata, y a menudo ni siquiera son conceptualizables para la mayoría de personas.


Entonces se materializa una situación en la que podemos decir que, si la experiencia individual es auténtica, entonces no puede ser verdadera; y que si un modelo científico o cognitivo del mismo contenido es verdadero, entonces escapa a la experiencia individual. Es evidente que esta nueva situación plantea problemas tremendos y desestabilizantes para la obra de arte; y he argumentado que es en un intento de cuadrar este círculo y de inventar nuevas estrategias formales para superar este dilema que el modernismo o, mejor dicho, los varios modernismos emergen: en formas que inscriben un nuevo sentido del ausente sistema colonial global en la sintaxis misma del lenguaje poético en sí, un nuevo juego de ausencia y presencia que, en su versión más simplificada, se verá acechado por lo erótico y se tatuará con nombres de lugares foráneos, y en su versión más intensa involucrará la invención de extraordinarios lenguajes y formas nuevas.


En este punto quisiera introducir otro concepto que es básico para mi argumento, que llamo el “juego de la figuración”. Este es un concepto esencialmente alegórico que supone lo obvio, esto es, que estas nuevas y enormes realidades globales son inaccesibles para cualquier sujeto o conciencia –ni siquiera para Hegel, menos aún para Cecil Rhodes o la Reina Victoria–, lo que quiere decir que de alguna manera esas realidades fundamentales son irrepresentables o, por usar la frase althusseriana, son algo así como una causa ausente, una que nunca puede emerger hacia la presencia de la percepción. No obstante, esta causa ausente puede encontrar figuras a partir de las cuales expresarse a sí misma de formas distorsionadas y simbólicas: de hecho, una de nuestras tareas básicas como críticos de literatura es rastrear y tornar conceptualmente disponibles las realidades y experiencias últimas designadas por esas figuras, que la mente del lector inevitablemente tiende a cosificar y a leer como contenidos primarios por derecho propio.


Ya que hemos evocado el momento modernista y su relación con la vasta nueva red global colonial, daré un ejemplo bastante simple pero especializado de un tipo de figura específica a esta situación histórica. Todo el mundo sabe cómo, hacia el final del siglo diecinueve, una gran cantidad de escritores comenzaron a inventar formas para expresar lo que llamaré “relativismo monádico”. En Gide y Conrad, en Fernando Pessoa, en Pirandello, en Ford y en menor medida en Henry James, incluso muy oblicuamente en Proust, lo que comenzamos a ver es la sensación de que cada conciencia es un mundo cerrado, de tal modo que una representación de la totalidad social ahora debe tomar la (imposible) forma de una coexistencia de aquellos mundos subjetivos cerrados y su peculiar interacción, que en realidad es una travesía de barcos en medio de la noche, un centrífugo movimiento de líneas y planos que nunca pueden intersecarse. El valor literario que emerge de esta nueva práctica formal es llamado “ironía”; y su ideología filosófica a menudo toma la forma de una apropiación vulgar de la teoría de la relatividad de Einstein. En este contexto, lo que quiero sugerir es que estas nuevas formas, cuyo contenido generalmente es el de una vida de clase media privatizada, aparecen no obstante como síntomas y expresiones distorsionadas de la penetración, aun en la experiencia vital de la clase media, de esta esta nueva y extraña relatividad de la red colonial global. Una es, entonces, la figura, sin importar qué tan deformada y simbólicamente reescrita, de la otra; y -como yo lo entiendo- este proceso figurativo seguirá siendo central en todos los intentos posteriores de reestructurar la forma de la obra de arte para acomodar contenidos que tienen que resistir y escapar radicalmente a la figuración artística.


Si esto es así para la era del imperialismo, qué tanto más debe valer para nuestro propio momento, el momento de la red multinacional, o lo que Mandel llama “capitalismo tardío”, un momento en el que no solo la vieja ciudad, sino incluso el propio Estado-nación, han dejado de jugar un papel central -funcional y formal- en un proceso que, en un nuevo y prodigioso salto cuántico del capital, se ha expandido más allá de ellos, dejándolos atrás como los restos ruinosos y arcaicos de etapas anteriores en el desarrollo de este modo de producción.





En este punto me doy cuenta de que lo persuasivo de mi demostración depende de que ustedes tengan un sentido perceptual bastante vívido de lo que tiene de único y original el espacio posmoderno –algo que he tratado de transmitir en mi curso, pero que es más difícil de sustituir aquí con un atajo. Brevemente, quiero sugerir que el nuevo espacio involucra la supresión de la distancia (en el sentido del aura de Benjamin) y la implacable saturación de todos los vacíos restantes y lugares desiertos, al punto en que el cuerpo posmoderno –ya sea que deambule por un hotel posmoderno, aislado por el sonido del rock gracias a unos audífonos o padeciendo las múltiples conmociones y bombardeos de la Guerra de Vietnam tal como nos lo relata Michael Herr– ahora está expuesto a un dique perceptual de inmediatez del cual todas las capas protectoras y mediaciones intermedias han sido retiradas. Hay, por supuesto, muchos otros rasgos de este espacio que idealmente uno querría comentar –en particular, el concepto de Lefebvre del espacio abstracto como aquello que es simultáneamente homogéneo y fragmentado– pero creo que la peculiar desorientación del espacio saturado que acabo de mencionar será el hilo conductor más útil.


Deben entender que interpreto estas peculiaridades espaciales del posmodernismo como síntomas y expresiones de un nuevo y original dilema histórico, uno que involucra nuestra inserción como sujetos individuales en un conjunto multidimensional de realidades radicalmente discontinuas, cuyos marcos van desde los espacios restantes de vida privada burguesa hasta el inimaginable descentramiento del capital global mismo. Ni siquiera la relatividad einsteiniana, ni los múltiples mundos subjetivos de los viejos modernistas, es capaz de dar ninguna figuración adecuada a este proceso, que en la experiencia vivida se deja sentir por la llamada muerte del sujeto, o, más exactamente, el fragmentado y esquizofrénico descentramiento y dispersión de este último (que ya ni siquiera puede cumplir la función del reverberador jamesiano o “punto de vista”). Y aunque tal vez no se hayan percatado, aquí estoy hablando de la política práctica: desde la crisis del internacionalismo socialista y las enormes dificultades estratégicas y tácticas de coordinar acciones políticas locales y de base o vecinales con otras nacionales o internacionales; todos estos urgentes dilemas políticos pasan a ser inmediatamente funciones del nuevo e inmensamente complejo espacio que tengo en mente.


Aquí permítanme insertar una ilustración, en la forma de un breve resumen de un libro que, pienso, no es conocido por muchos de ustedes pero que, en mi opinión, es de la mayor importancia y de lo más sugerente en lo que refiere a los problemas de la relación entre el espacio y la política. El libro es de no-ficción, una narrativa histórica de la experiencia política más importante de la década del 60 estadounidense: Detroit: I Do Mind Dying (1975), de Marvin Surkin y Dan Georgakas. (Creo que hemos llegado a ser lo suficientemente sofisticados como para entender que los análisis estéticos, formales y narrativos tienen implicancias que trascienden largamente a aquellos objetos que son designados como ficción o como literatura.) Detroit es un estudio del auge y caída de la Liga de Trabajadores Revolucionarios Negros en esa ciudad a fines de los 60. La formación política en cuestión fue capaz de conquistar el poder en el centro de trabajo, particularmente en las fábricas de automóviles; generó una brecha significativa en los medios y el monopolio informativo de la ciudad a través de un periódico estudiantil; eligió a jueces; y finalmente, estuvo a punto de elegir a un alcalde y tomar el aparato de poder de la ciudad. Por supuesto, esto fue un logro político notable, caracterizado por un sofisticado sentido de la necesidad de una estrategia multinivel para la revolución, que involucraba iniciativas en los distintos niveles sociales del proceso de trabajo, los medios de comunicación y la cultura, el aparato jurídico y la política electoral.


No obstante, es igualmente claro –y más claro aún en los triunfos virtuales de esta naturaleza que en las etapas más tempranas de la política vecinal– que tal estrategia estaba atada y encadenada a la forma misma de la ciudad. De hecho, una de las grandes fortalezas del Superestado y su constitución federal yace en las evidentes discontinuidades entre ciudad, Estado y poder federal: si no puede hacerse el socialismo en un país, ¿cuánto más irrisorias, entonces, serán las posibilidades para el socialismo en una ciudad de los Estados Unidos hoy en día? Seguramente nuestros visitantes extranjeros no sabrán que existen en este país cuatro o cinco comunas socialistas, y que viví hasta hace poco cerca de una de ellas, en Santa Cruz (California); nadie minimizaría estos triunfos locales, pero parece probable que pocos las pensaríamos como el primer paso decisivo hacia la transición al socialismo.


Si no puedes construir el socialismo en una ciudad, entonces supongamos que conquistas toda una serie de amplios centros urbanos clave en sucesión. Esto es lo que la Liga de Trabajadores Revolucionarios Negros comenzó a pensar; es decir, comenzaron a sentir que su movimiento era un modelo político y que debía generalizarse. El problema que surge es espacial: ¿cómo desarrollar un movimiento político nacional sobre la base de una estrategia y una política pensadas para la ciudad? De todos modos, la dirección [leadership] de la Liga comenzó a correr la voz en otras ciudades y viajó a Italia y Suecia para estudiar las estrategias de los trabajadores y explicar su propio modelo; de manera recíproca, políticos clasistas extranjeros llegaron a Detroit a investigar las nuevas estrategias. En este punto debe quedar claro que estamos en medio de un problema de representación, que en gran medida queda designado por la aparición esa ominosa palabra estadounidense, “dirección” [leadership]. De manera más general, sin embargo, estos viajes eran más que un intento de establecer redes, hacer contactos o difundir información: plantearon el problema de cómo representar un modelo y una experiencia locales únicas a personas en otras situaciones. Así que era lógico que la Liga hiciera una película sobre su experiencia, que, por cierto, es una película muy buena y emocionante.



Imagen en base a diagramas de The Math Behind Social Distancing - Marcus Lu


Las discontinuidades espaciales, sin embargo, son mucho más tortuosas y dialécticas, y no se superan en ninguna de las formas obvias. Por ejemplo, regresaron sobre la experiencia de Detroit como una especie de límite último antes de que colapsara. Lo que ocurrió fue que los acaudalados militantes de la Liga se habían convertido en estrellas de los medios; no solo empezaban a verse alienados de sus circunscripciones locales, sino que, peor aún, ya nadie se quedaba en casa para ocuparse del negocio. Habiendo accedido a un plano espacial mayor, la base se desvaneció bajo sus pies; y con esto, el más exitoso experimento social revolucionario de esa rica década política en los Estados Unidos llegó tristemente a un final muy poco dramático. No quiero decir que no dejó huellas, ya que quedan un número de ganancias locales, y en todo caso cada rico experimento político continúa alimentando la tradición subterráneamente. Más irónico en nuestro contexto, sin embargo, es el éxito mismo de su fracaso: la representación –el modelo de esta compleja dialéctica espacial– sobrevive triunfalmente en la forma de una película y un libro; pero, en el proceso de convertirse en una imagen y un espectáculo, el referente parece haber desaparecido, como tanta gente desde Debord hasta Baudrillard siempre nos advirtió que ocurriría.


No obstante, este mismo ejemplo puede servirnos para ilustrar la proposición de que, hoy en día, la representación espacial exitosa no necesita ser una especie de edificante drama socialista-realista del triunfo revolucionario, sino que también puede inscribirse en una narrativa de la derrota, que, en a veces, incluso de manera más efectiva, provoca que toda la arquitectura del espacio global posmoderno se alce como una silueta fantasmal detrás de sí misma, como una suerte de barrera dialéctica última o de límite invisible. Este ejemplo también podría ayudar a dar algo más de significado al eslogan del mapeo cognitivo del que me ocuparé ahora.


Estoy tentado a describir la manera en que entiendo este concepto como una suerte de síntesis entre Althusser y Kevin Lynch –una formulación que, ciertamente, no dice demasiado a menos que sepan que Lynch es el autor de la obra clásica La Imagen de la Ciudad, que a su vez engendró la subdisciplina relativamente desconocida que hoy usa la frase “mapeo cognitivo” como su propia designación. La problemática de Lynch permanece encerrada en los límites de la fenomenología y sin duda su libro puede ser sometido a muchas críticas en estos términos (entre las cuales podría destacarse la ausencia de toda concepción de agencia política o proceso histórico). Mi uso del libro será emblemático, puesto que el mapa mental del espacio de la ciudad explorado por Lynch puede extrapolarse al mapa mental de la totalidad social y global que todos tenemos en nuestras cabezas en varias formas confusas e incompletas. Partiendo de los centros de Boston, Jersey City y Los Ángeles, y recurriendo a entrevistas y cuestionarios en los que a los sujetos se les pedía que dibujen de memoria el contexto de su ciudad, Lynch sugiere que la alienación urbana es directamente proporcional a la inmapeabilidad de los paisajes urbanos locales. Así, una ciudad como Boston, con sus perspectivas monumentales, sus marcadores y monumentos, su combinación de formas espaciales grandes pero simples, incluyendo fronteras dramáticas como el río Charles, no solo permite a la gente tener, en sus imaginaciones, una localización generalmente exitosa y continua del resto de la ciudad, sino que además les da algo de la libertad y gratificación estética de la forma-ciudad tradicional.


Siempre me ha sorprendido la manera en que la concepción de Lynch de la experiencia de la ciudad –la dialéctica entre el aquí y ahora de la percepción inmediata y el sentido imaginativo o imaginario de la ciudad como totalidad ausente– presenta algo así como una analogía espacial de la gran formulación de Althusser de la ideología misma como “la representación Imaginaria de la relación del sujeto con sus condiciones Reales de existencia.” Cualesquiera que sean sus defectos y problemas, esta concepción positiva de la ideología como una función necesaria en cualquier forma de vida tiene el gran mérito de acentuar la brecha entre el posicionamiento local del sujeto individual y la totalidad de las estructuras de clase en las que está situado o situada, una brecha entre la percepción fenomenológica y una realidad que trasciende todo pensamiento o experiencia individual; pero esta ideología, en tanto tal, intenta abarcar o coordinar, mapear, mediante representaciones conscientes o inconscientes. La concepción del mapeo cognitivo aquí propuesta, entonces, implica una extrapolación del análisis espacial de Lynch al terreno de la estructura social, es decir, en nuestro momento histórico, a la totalidad de las relaciones de clase en una escala global (¿o debería decir multinacional?). La premisa secundaria también se mantiene, esto es, que la incapacidad de mapear socialmente es tan desestabilizante para la experiencia política como lo es la incapacidad análoga de mapear espacialmente para la experiencia urbana. En este sentido, se sigue que una estética del mapeo cognitivo es parte integral de cualquier proyecto político socialista.


Hasta el momento he infringido tantos de los tabúes y shibboleths de un posmarxismo de moda que se vuelve necesario discutirlos de manera más abierta y directa antes de seguir adelante. Estos incluyen la proposición de que la clase ya no existe (una proposición que puede clarificarse con la simple distinción entre la clase como un elemento en modelos a pequeña escala de la sociedad, la conciencia de clase como un evento cultural y el análisis de clase como una operación mental); la idea de que esta sociedad ya no está impulsada por la producción sino por la reproducción (incluyendo a la ciencia y la tecnología) –una idea que, en medio de un entorno que prácticamente ha sido construido en su totalidad, uno se ve tentado a responder con una carcajada; y, finalmente, el repudio de la representación y la estigmatización del concepto de totalidad y del proyecto del pensamiento totalizante. Prácticamente, esto último necesita separarse en varias proposiciones diferentes –en particular, una relacionada con el capitalismo y otra relacionada con el socialismo o comunismo. Los nouveaux philosophes franceses lo dijeron de manera sumamente sucinta, sin percatarse de que estaban reproduciendo o reinventando uno de los más recalcitrantes lemas ideológicos estadounidenses de la Guerra Fría: el pensamiento totalizante es pensamiento totalitario; una línea directa va del Espíritu Absoluto de Hegel al Gulag de Stalin.


Como gesto autoindulgente, abriré un breve paréntesis teórico aquí, sobre todo porque Althusser ha sido mencionado. Ya hemos experimentado un colapso dramático e instructivo del reactor althusseriano en la obra de Barry Hindess y Paul Hirst, que de manera bastante consecuente hicieron notar la incompatibilidad del intento althusseriano de garantizar la semiautonomía de los varios niveles de la vida social, y el intento más bien desesperado del mismo filósofo por mantener la vieja noción ortodoxa de “determinación en última instancia” en la forma de lo que este llamaba la “totalidad estructural”. De manera bastante lógica y consecuente, Hindess y Hirst simplemente retiraron el mecanismo del delito, tras lo cual el edificio althusseriano colapsa en un montón de escombros de instancias autónomas sin ninguna clase de relación necesaria entre ellas –en ese punto, se sigue que uno ya no puede hablar sobre o extraer consecuencias políticas de ninguna concepción de la estructura social; es decir, la concepción misma de algo llamado capitalismo o de algo llamado socialismo o comunismo cae bajo su propio peso en el cenicero de la Historia. (Esta última, por supuesto, termina desvaneciéndose en una nube de humo, ya que del mismo modo nada semejante a la Historia como un proceso total puede considerarse conceptualmente.) Todo lo que quería señalar en este contexto altamente teórico es que la funesta equiparación entre una concepción filosófica de la totalidad y la práctica política del totalitarismo es ella misma un ejemplo ideal de lo que Althusser llama “causalidad expresiva”, esto es, el colapso de dos niveles semiautónomos (o, ahora, completamente autónomos) entre sí. Tal equiparación, entonces, es posible para los hegelianos no-reconstruidos, pero es bastante incompatible con los posicionamientos básicos de cualquier postalthusseriano posmarxista honesto.


Para cerrar este paréntesis, todo esto puede decirse en palabras mucho más terrenales. La concepción del capital es ciertamente un concepto totalizante o sistémico: nadie ha visto o estado ante la cosa misma; es o bien el resultado de la reducción científica (y debería ser obvio que el pensamiento científico siempre reduce la multiplicidad de lo real a un modelo a pequeña escala) o bien la marca de una visión imaginaria e ideológica. Pero permítasenos ser serios: cualquiera que crea que el motivo de la ganancia y la lógica de la acumulación de capital no son las leyes fundamentales de este mundo, que cree que estas no ponen barreras y límites absolutos a los cambios sociales y transformaciones que se dan en él –esta persona está viviendo en un universo alternativo; o, para decirlo más gentilmente, en este universo tal persona –asumiendo que él o ella es progresista– está condenada a la socialdemocracia, con su ahora abundantemente documentada rutina de fracasos y capitulaciones. Porque, si el capital no existe, entonces claramente el socialismo tampoco existe. Estoy lejos de sugerir que no es posible la política en este nuevo mundo posmarxista nietzscheano de la micropolítica –eso es claramente falso. Pero quiero argumentar que, sin una concepción de la totalidad social (y la posibilidad de transformar todo un sistema social), ninguna política propiamente socialista es posible.


Sobe el socialismo mismo tenemos que plantear dilemas más preocupantes e irresueltos que involucran la noción de comunidad o del colectivo. Algunos de los dilemas son muy familiares, tales como la contradicción entre autogestión en el nivel local y la planificación a escala global; o los problemas planteados por la abolición del mercado, por no mencionar la abolición de la forma mercancía misma. Incluso he encontrado más estimulantes y problemáticas las siguientes proposiciones sobre la naturaleza misma de la sociedad: se ha afirmado que, con una única excepción (el capitalismo mismo, que se organiza en torno al mecanismo económico), nunca ha existido una forma de sociedad humana cohesiva que no se haya basado en alguna forma de trascendencia o religión. Sin fuerza bruta, que no es nunca sino una solución momentánea, a la gente no se le puede pedir que viva cooperativamente y que renuncie a los deseos omnívoros del ello [id] sin alguna apelación a la creencia religiosa o a valores trascendentes, algo absolutamente incompatible con cualquier sociedad socialista concebible. El resultado es que estas últimas obtienen su propia coherencia momentánea solo bajo condiciones de asedio, en el entusiasmo de tiempos de guerra y el esfuerzo grupal provocado por los grandes bloqueos. En otras palabras, sin el mecanismo económico no-trascendente del capital, todas las apelaciones a incentivos morales (como en el Che) o a la primacía de lo político (como en el maoísmo) deben agotarse fatalmente en poco tiempo, dejando solamente las alternativas gemelas del retorno al capitalismo o la construcción de esta o aquella forma de “despotismo oriental”. Sin duda son bienvenidos a creer en este pronóstico, siempre que entiendan que en tal caso toda política socialista es estrictamente un espejismo o una pérdida de tiempo, que a uno le valdría emplear ajustando y reformando un eterno paisaje capitalista tan vasto como alcanza la vista.




En la realidad, este dilema es, en mi opinión, la tarea más urgente que confronta al marxismo hoy en día. He dicho antes que la llamada crisis del marxismo no es una crisis de la ciencia marxista, que nunca ha sido más rica, sino de la ideología marxista. Si la ideología –para darle una definición algo distinta– es una visión del futuro que atrapa a las masas, debemos admitir que, salvo en unos pocos experimentos colectivos en curso, como aquellos en Cuba y Yugoslavia, ningún partido o movimiento marxista o socialista en ningún lugar tiene la más mínima concepción sobre lo que el socialismo o el comunismo en tanto sistema social tendría que ser, o sobre cómo podríamos esperar que se vea. Esa visión no será puramente económica, aunque los economistas marxistas sean tan deficientes como el resto de nosotros en su fracaso para abordar este problema Utópico de alguna forma seria. Asimismo, es supremamente social y cultural, implicando la tarea de tratar de imaginar cómo una sociedad sin jerarquías, una sociedad de personas libres, que haya repudiado totalmente los mecanismos económicos del mercado, podría cohesionarse. Históricamente, todas las formas de jerarquía siempre se han basado en última instancia en las jerarquías de género o en la piedra angular de la unidad familiar, lo que deja claro que este es el verdadero punto en el que se articulan una problemática feminista y una marxista –no una articulación antagónica, sino el momento en que el proyecto feminista y el proyecto marxista y socialista se encuentran frente al mismo dilema: cómo imaginar la Utopía.


Regresando al principio de este largo excurso, parece poco probable que alguien que repudie el concepto de totalidad pueda tener algo útil que decirnos sobre este asunto, ya que para estas personas es claro que la visión totalizante del socialismo no tiene sentido, y que es un falso problema en el mundo aleatorio e indecidible de los microgrupos. O tal vez se insinúe otra posibilidad, a saber, que nuestra insatisfacción con el concepto de totalidad no es un pensamiento por derecho propio sino un síntoma significativo, una función de las crecientes dificultades para pensar tal conjunto de interrelaciones en una sociedad complicada. Al menos, esta parecería implicarse en la observación del arquitecto del Team X, Aldo van Eyck, cuando en 1966 compartió su versión de la tesis de la muerte del modernismo: “No sabemos nada de la vasta multiplicidad –no podemos aceptarla– ni como arquitectos, ni como planificadores, ni como nadie.” A lo que añadió, y esta secuela puede extrapolarse fácilmente de la arquitectura al cambio social mismo: “Pero si la sociedad no tiene forma –¿cómo pueden los arquitectos construir su contraforma?”[2]


Se sentirán aliviados de saber que en este punto podemos regresar tanto a mi propia conclusión como al problema de la representación estética y el mapeo cognitivo que era el pretexto de este ensayo. El proyecto del mapeo cognitivo obviamente se sostiene o se cae con la concepción de alguna (irrepresentable, imaginaria) totalidad social global que debía ser mapeada. He hablado de forma y contenido, y esta distinción final por lo menos me permitirá decir algo sobre una estética cuya forma ya he señalado que soy absolutamente incapaz de adivinar o imaginar. Que el posmodernismo nos da pistas y ejemplos sobre tal mapeo cognitivo en el nivel del contenido es, pienso, algo demostrable.


He hablado en otro lugar sobre el giro hacia una temática de la reproducción mecánica, de la manera en la que la autorreferencialidad de buena parte del arte posmoderno toma la forma de un juego con tecnologías reproductivas –películas, cintas, video, computadoras y semejantes– que es, a mi parecer, una figura degradada del gran espacio multinacional que aún no ha sido mapeado cognitivamente. Igual de llamativa en otro nivel es la omnipresencia del tema de la paranoia tal como se expresa a sí misma en una producción aparentemente inagotable de tramas conspirativas de las formas más elaboradas. Uno se podría sentir tentado de decir que la conspiración es el mapeo cognitivo del pobre [poor person’s cognitive mapping] en la era posmoderna; es una figura degradada de la lógica total del capital tardío, un intento desesperado por representar el sistema de este último, cuyo fracaso está marcado por su deslizamiento hacia el puro tema y contenido.


El mapeo cognitivo logrado será un asunto de forma, y espero haber mostrado cómo será una parte integral de la política socialista, aunque su propia posibilidad podría depender de alguna apertura política previa, donde su tarea será ampliarla culturalmente. Aun así, inclusive si no podemos imaginar la producción de tal estética, como es el caso con la idea misma de Utopía, podría haber algo positivo en el intento de mantener con vida la posibilidad de imaginar tal cosa.

Discusión


Pregunta (Nancy Fraser)

Primero, quisiera decir algo, para que conste, sobre el gesto político implícito en tu presentación sobre la cuestión de la totalidad, que me ha parecido bastante irresponsable, dado que ha habido muchas discusiones sobre el tema y que se han expresado muchas posiciones bastante matizadas. Básicamente, has colapsado muchas diferencias y posicionamientos sutiles en esta cuestión. Pero sí tengo una pregunta más constructiva que hacer, dado que también me inclino por cierto pensamiento totalizante, a saber, una ciencia social crítica tan total y explicativamente poderosa como sea posible. Entonces, me pregunto, ¿por qué asumes que el mapeo cognitivo es tarea de la estética? ¿Por qué esa no sería una tarea para la ciencia social crítica? ¿O hay dos tipos diferentes de tareas colapsadas en tu presentación?


Jameson

La cuestión del rol de la estética en oposición al de las ciencias sociales en las exploraciones de la estructura del sistema-mundo corresponde, para mí, a la distinción ortodoxa (que aún utilizo vagamente de una manera algo distinta) entre ciencia e ideología. Mi punto es que tenemos esta brecha entre ideología en el sentido althusseriano –esto es, cómo mapeas tu relación como sujeto individual con la organización social y económica del capitalismo global– y el discurso de la ciencia, que lo entiendo como un discurso (que en última instancia es imposible) sin sujeto. En este discurso ideal, como una ecuación matemática, modelas la realidad independientemente de sus relaciones con los sujetos individuales, incluyendo la tuya propia. Ahora, pienso que puedes enseñarle a la gente cómo esta o aquella visión del mundo debe ser pensada o conceptualizada, pero el verdadero problema es que es cada vez más difícil para las personas unir eso a su propia experiencia como sujetos psicológicos individuales, en su vida diaria. Las ciencias sociales raramente pueden hacer eso, y cuando lo intentan (como en la etnometodología), lo hacen mediante una transmutación del discurso de la ciencia social, o lo hacen en el momento en el que la ciencia social se convierte en ideología; pero entonces regresamos a la estética. La estética es algo que se aproxima a la experiencia individual antes que algo que conceptualiza lo real de una manera más abstracta.


Pregunta

Tu presentación sugiere que el mapeo cognitivo es una ruta por la que deberíamos transitar en este momento de la historia. ¿Se trata de una decisión táctica o estratégica? Si es táctica, entonces, ¿cómo concebir la cuestión de la estrategia? Y si es estratégica, ¿cuál considera que es el problema de la táctica hoy en día? La razón por la que hago esta pregunta es porque hoy parecen haber oportunidades para crear una cultura interconectada que permita que se discutan verdaderos problemas políticos. Si eso es verdad, la cuestión de la estrategia y la táctica parece ser central.


Jameson

Esa es una pregunta importante. La respondería tratando de conectar mi propuesta con la presentación de Stuart Hall, en la que habló sobre las posibilidades estratégicas de deslegitimar un discurso existente en una coyuntura histórica particular. Aunque no lo he usado, el lenguaje de la teoría del discurso ciertamente es apropiado aquí (junto con mi propio lenguaje, más dialéctico). Mi camarada y colaborador, Stanley Aronowitz, ha observado que sea lo que sea la izquierda en este país hoy, tiene que empezar a esclarecer cuáles son sus prioridades realmente. Él toma la posición de que, por el momento, nuestra función central es pedagógica en el sentido más amplio; involucra la conquista de la legitimidad para el discurso socialista en este país. En otras palabras, desde los 60, todo el mundo sabe que existe un discurso socialista. En las series de TV siempre hay algún radical; se ha convertido en un tipo social, o, más precisamente, en un estereotipo. Así que, aunque la gente sabe que existe un discurso socialista, no es un discurso legítimo en esta sociedad. Por ello, nadie se toma en serio la idea de que el socialismo, y la reorganización social que propone, sea la respuesta a nuestros problemas. Stuart Hall nos ha mostrado el lado negativo de esta lucha como el momento en el que un discurso hegemónico social democrático descubre que ha perdido su contenido de tal manera que, finalmente, aquellas cosas que solían ser legítimas ya no son legítimas y nadie cree en ellas. Nuestra tarea, pienso, es lo opuesto y tiene que ver con la legitimación de los discursos del socialismo de manera tal que se vuelvan alternativas realistas y serias para la gente. Es en contexto de ese proyecto general que mi -más limitado- proyecto estético encuentra su lugar.


Pregunta (Darko Suvin)

Primero que nada, quisiera decir que, para que conste también, estoy de acuerdo con tu negativa a equiparar totalidad y totalitarismo. Quisiera recordarles a algunas personas los extraños orígenes de las connotaciones de la palabra “totalitarismo”. Surgieron después de la guerra, propagadas por el Congreso de Libertad Cultural, que estaba asociado a personajes como Stephan Spender e Irving Kristol y con diarios como Encounter, que resultaron estar financiados por la CIA. Por supuesto, este no es un argumento concluyente; incluso gente financiada por la CIA puede tener ideas inteligentes de tanto en tanto. Pero debería ser una razón para ser cautelosos en lo que respecta a esa equiparación. Así que pienso que tu negativa es bien recibida y para nada irresponsable.

Ahora, mi pregunta. Tengo un gran problema con esta idea del posmodernismo, incluso si tu elaboración sobre este es más sofisticada que la de Ihab Hassan. Quisiera intentar sugerir una salida de este problema. En lugar de pensar en tus tres etapas del capitalismo –que creo que son coextensivas al realismo, el modernismo y el posmodernismo respectivamente– como mónadas hegelianas cerradas, histórico-mundiales y consecutivas en el tiempo, de modo tal que en un punto determinado (1910 o 1960) una comienza y la otra termina, ¿no podríamos pensar en el capitalismo como un todo (con un inicio en el momento de la historia que prefieras), y luego una serie de movimientos (como el realismo, el modernismo y el posmodernismo) que se han tornado hegemónicos en una subfase determinada del capitalismo pero que no necesariamente desaparecen? Después de todo, la mayor parte de la literatura y la pintura hoy en día todavía son realistas (Arthur Hailey, p.e.). En otras palabras, tenemos hegemonías cambiantes, aunque pienso que todavía es una cuestión de cómo uno demuestra que un cambio de tales dimensiones (el cambio asociado a nombres como Picasso, Einstein, Eisenstein y Lenin, p.e.) realmente haya ocurrido en los 60’s. Pero en tal caso, el posmodernismo podría haber emergido como un estilo, incluso volverse hegemónico en los Estados Unidos o en Europa Occidental, y no en la India o en África, y después perder su posición dominante sin que tuviéramos que pasar a una nueva episteme y a una nueva mónada histórico-mundial. Y entonces tendríamos una interacción más sutil entre un realismo, un modernismo y un posmodernismo simultáneamente coexistentes, en varios niveles del arte y la literatura.


Jameson

Las cuestiones de la periodización, coexistencia, etcétera, son difíciles y complejas. Obviamente, cuando hablo de tales períodos no se trata de mónadas cerradas que comienzan y terminan en momentos fácilmente identificables (comenzando en 1857 y terminando en 1913, o comenzando en 1947 o 1958, etcétera). Y hay ciertas supervivencias y superposiciones. No obstante, quisiera decir algo sobre el problema que tiene la gente con el concepto de posmodernismo. Para mí, el término sugiere dos cosas conectadas: que estamos en una etapa diferente del capital y que ha habido un número de modificaciones culturales significativas (por ejemplo, el fin de las vanguardias, el fin del gran autor o genio, la desaparición del impulso utópico del modernismo –sobre lo cual creo que Perry Anderson ha sido tanto elocuente como extremadamente sugerente). Es una cuestión de coordinar aquellos cambios culturales con la noción de que los artistas hoy en día tienen que responder a la nueva situación concreta globalmente definida del capitalismo tardío. Es por eso que no me molesta demasiado cuando amigos y colegas como Darko Suvin, Perry Anderson o Henri Lefebvre encuentran sospechoso este concepto de posmodernismo. Porque, por ejemplo, sin importar lo que piense Perry Anderson sobre la utilidad del término para periodizar –posmodernismo–, su presentación demuestra que algo realmente fundamental cambió después de 1945 y que las condiciones de existencia del modernismo dejaron de estar presentes. Así que nos encontramos ante algo diferente.

Ahora, el mérito relativo de los términos en competencia –posmodernismo o alto modernismo– es un tema distinto. La tarea es describir esa cultura cualitativamente distinta. Del mismo modo, confío en que las personas que tienen algún tipo de interés discursivo en otros términos, tales como el de totalidad o su rechazo, no se tomen mis observaciones sobre el tema de manera demasiado estrecha. Por ejemplo, considero que el trabajo de Chantal Mouffe y Ernesto Laclau es una contribución extremadamente importante para pensar el futuro de la política socialista. Creo que uno debe evitar pelear por eslóganes vacíos.





Comentario (Cornel West)

La cuestión de la totalidad señala una lucha teórica importante, con implicancias prácticas. No estoy tan seguro de que las diferencias entre tu posición y la de Perry Anderson, y las presentadas por Stanley Aronowitz, Chantal Mouffe, Ernesto Laclau y otra gran cantidad de personas puedan ser reconciliadas tan fácilmente. Y me parece que si continuamos formulando la cuestión de la manera en que tú la formulas vamos camino a estrellarnos, pues creo que aferrarnos a la concepción de totalidad que invocas lleva en última instancia a una política leninista o "leninística” que es básicamente sectaria, que puede ser sintómatica de un pesimismo (aunque eso más bien es una pregunta). Si optamos por la posición que Mouffe, Laclau, Aronowitz y otros están sugiriendo, los resultados son radicalmente antileninistas al mismo tiempo que radicalmente críticos de una concepción particular de la totalidad. Es importante recordar que nadie aquí ha defendido una política del plano o de la dispersión. Nadie aquí ha defendido una política reaccionaria como la de los nouveaux philosophes. Más bien, sus críticas de la totalidad son habilitadoras; son críticas de una totalidad que es meramente un ideal regulativo que nunca llegamos a alcanzar. Y, si ese es el caso, realmente no veo el tipo de reconciliación del que estás hablando. Creo que tuviste una actitud de camaradería en tus gestos rituales hacia Chantal y Ernesto y otros, pero no creo que estemos tan cerca como piensas. Eso quiere decir que seguimos siendo camaradas en la izquierda en un sentido amplio, pero que estas son diferencias significativas y tendencias dentro de la izquierda, y no quisiera terminar la discusión con una vaga reconciliación hegeliana de las cosas cuando veo un antagonismo muy significativo y muy saludable.


Jameson

No entiendo cómo la política que estoy proponiendo es represiva, dado que no creo haber propuesto una política todavía, no más de lo que he propuesto una estética. Ambas cosas parecen estar en el futuro. Déjame tratar de responder abundando en la distinción que surgió en la segunda pregunta, la noción de táctica contra estrategia. No se trata de sustituir una política total de la clase/partidaria por la política de los nuevos movimientos sociales. Eso sería tanto ridículo como contraproducente. La cuestión es cómo pensar esas luchas locales, involucrando tanto a grupos específicos y a menudo diferentes, en algún proyecto común que es llamado, a falta de una palabra mejor, socialismo. ¿Por qué deben ir juntas estas dos cosas? Porque sin alguna noción de una transformación total de la sociedad y sin el sentido de que el proyecto inmediato es una figura o imagen de tal transformación total, de modo que todos tengan un interés en esa lucha particular, el éxito de cualquier lucha local está condenado, limitado a la reforma. Y entonces perderá su ímpetu, como ha pasado con un sinfín de movimientos. Sin embargo, una política abstracta que solo habla de socialismo en algún nivel global está condenada a la esterilidad de la política sectaria. Estoy tratando de sugerir una vía en la que estas cosas siempre ocurren en dos niveles: como una ardua lucha de un grupo, pero también como una figura para una transformación sistémica integral. Y no veo cómo se puede lograr algo sustancial sin ese tipo de pensamiento dual en cada momento en todas esas luchas.

______________________________ [*] Publicado originalmente en: Cary Nelson y Lawrence Grossberg (eds.), Marxism and the Interpretation of Culture. Chicago: University of Illinois Press, 1988, pp. 347-360.


[**] Ilustraciones por Rafael Mayu Nolte en base a diagramas de www.visualcapitalist.com


[1] Fredric Jameson, "El debate entre el realismo y el modernismo. Reflexiones para concluir" en: Youkali Revista crítica de las artes y el pensamiento, 7. Tierradenadie ediciones, pp. 189-201. Disponible en: http://www.youkali.net/Youkali7-7clasico-FredricJameson.pdf


[2] Citado en Kenneth Frampton, Modern Architecture: A Critical History. New York:, Oxford University Press, 1980, pp. 276-277.

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